domingo, 24 de agosto de 2008

terça-feira, 12 de agosto de 2008

domingo, 10 de agosto de 2008










A MULHER QUE DANÇAVA
A VAGINA
SE APAZIGUOU GOL
NOS OLHOS DOS ANUS
HELIANTUS ANUS





acordou com olhos de pai
sonhou com marionetes caindo do alto de uma janela
sua boca era espelhada e canela
ondulava
ondulava


escorreu na porta
costurou-se
ondulou de novo mais duas vezes
pega no cd de caetano e gal
pega nas mp3 do porcas
pega pega
umumumumumumumum

nufundudumar


toma o cha pela primeira casa
da primeira rua
daquele primeiro bairro















sábado, 9 de agosto de 2008

Trabajo Afectivo

por Michael Hardt


Centrar la atención en la producción de afectos en nuestras relaciones profesionales y sociales ha servido a menudo de útil campo de cultivo para proyectos anticapitalistas, dentro del contexto de discursos sobre el deseo o el uso-valor, por ejemplo. El trabajo afectivo genera por sí mismo y directamente la constitución de comunidades y subjetividades colectivas. Por tanto, el circuito productivo de afectos y valores se parece en muchos aspectos a un circuito autónomo para la constitución de la subjetividad, alternativa a los procesos de valorización capitalista. Los marcos teóricos que han unificado a Marx y a Freud han conceptuado el trabajo afectivo utilizando términos tales como “deseo de producir”. De forma más significativa, numerosas investigaciones feministas, al analizar el potencial de lo que tradicionalmente se ha considerado como tareas femeninas, se han referido al trabajo afectivo en términos de “trabajo familiar” y “trabajo asistencial”. Todos estos análisis revelan los procesos por los cuales nuestras prácticas profesionales producen subjetividades colectivas, producen sociabilidad, y en última instancia producen la sociedad misma.

Sin embargo, hoy en día, una concepción tal del trabajo afectivo, y esta es la cuestión primordial de este ensayo, debería situarse en el contexto del papel cambiante del trabajo afectivo dentro la economía capitalista. En otras palabras, aunque el trabajo afectivo nunca haya estado completamente excluido de la producción capitalista, los procesos de postmodernización económica que se han llevado a cabo durante los últimos 25 años lo han posicionado de forma que su papel no es sólo generar directamente capital sino que lo hace desde el más alto pináculo dentro de la jerarquía de formas laborales. El trabajo afectivo es un aspecto de lo que yo llamaría "trabajo inmaterial", que ha asumido una posición dominante con respecto a las demás formas de trabajo en la economía capitalista global. Decir que el capital ha incorporado y ensalzado el trabajo afectivo y que el trabajo afectivo es una de las mayores formas de trabajo productoras de valores desde el punto de vista del capital, no significa que, puesto que está contaminado, ya no resulta útil a los proyectos anticapitalistas. Al contrario, dado que el papel del trabajo afectivo constituye uno de los eslabones más fuertes en la cadena de la postmodernización capitalista, su potencial para la subversión y la constitución autónoma es inmenso. Dentro de este contexto, podemos reconocer el potencial biopolítico del trabajo, utilizando aquí el biopoder en un sentido que adopta y contradice al mismo tiempo el uso que Foucault hace de dicho término. Quiero, por tanto, proseguir, diferenciando tres pasos: en primer lugar, situando el trabajo inmaterial dentro de la fase contemporánea de postmodernización capitalista; después, situando el trabajo afectivo con respecto a otras formas de trabajo inmaterial; y por último, explorando el potencial del trabajo afectivo en términos de biopoder.

Postmodernización

Habitualmente, la sucesión de paradigmas económicos en los países capitalistas dominantes se estudia desde la Edad Media en tres momentos distintos, cada uno definido por un sector privilegiado de la economía: un primer paradigma en que la agricultura y la extracción de materias primas dominaban la economía, un segundo en el que la industria y la fabricación de bienes duraderos ocupaba el lugar privilegiado, y el paradigma actual, en el que el sector de los servicios y la manipulación de información constituyen la base de la producción económica. La posición dominante ha pasado así de la producción primaria a la secundaria y, después, a la terciaria. La modernización económica dio nombre al paso del primer paradigma al segundo, desde la supremacía de la agricultura a la de la industria. Modernización significaba industrialización. Al paso del segundo paradigma al tercero, de la preponderancia de la industria a la de los servicios y la información, podríamos llamarle proceso de postmodernización económica, o más bien, de informacionalización.

Los procesos de modernización e industrialización transformaron y redefinieron todos los elementos de la esfera social. Cuando la agricultura se modernizó industrialmente, la granja se transformó poco a poco en una fábrica, con su misma disciplina, su tecnología, sus relaciones salariales, etcétera. En un plano más general, la propia sociedad fue gradualmente industrializada, incluso hasta el punto de transformar las relaciones y la propia naturaleza humanas. La sociedad se convirtió en una fábrica. A principios del siglo XX, Robert Musil realizó una bella reflexión acerca de la transformación de la humanidad en la transición del mundo agrícola a la factoría social. "Hubo un tiempo en que las personas se criaban con toda normalidad en las condiciones de vida que les habían tocado, y este era un modo perfectamente razonable de convertirse en uno mismo. Pero hoy día, con toda esta remodelación de las cosas, cuando todo se está distanciando de la tierra en la que creció, uno debería, por así decirlo, reemplazar los trabajos artesanales tradicionales por el tipo de inteligencia asociada a la fábrica y a las máquinas; incluso en lo relacionado con la producción del alma."[1] La humanidad y su alma se generan en los mismos procesos de producción económica. Los procesos para convertirse en ser humano y la propia naturaleza del ser humano fueron radicalmente transformados en el cambio cualitativo de la modernización.

En nuestros días, sin embargo, la modernización ha llegado a su fin, o -como dice Robert Kurz- la modernización ha sufrido un colapso. En otras palabras, la producción industrial ya no sigue expandiendo su dominio hacia otras formas económicas y otros fenómenos sociales. Síntoma de este viraje son los manifiestos cambios cuantitativos en el empleo. Mientras que los procesos de modernización se caracterizaban por la migración del trabajo desde la agricultura y la minería (el sector primario) hacia la industria (el secundario), los procesos de postmodernización o informacionalización se reconocen por la migración desde la industria hacia los empleos en el sector servicios (el terciario), un cambio que ha tenido lugar en los países capitalistas dominantes, y especialmente en EE.UU., desde comienzos de los años 70.[2] Aquí, el término "servicios" cubre un amplio espectro de actividades que incluyen desde la asistencia sanitaria, la educación, y las finanzas hasta el transporte, el ocio y la publicidad. La mayor parte de estos trabajos tiene una gran movilidad y requiere aptitudes flexibles. Y lo que es más importante, se caracterizan en general por el papel central que ocupan en ellos el conocimiento, la información, la comunicación, y el afecto. En este sentido, podemos llamar a la economía post-industrial economía informacional.

La afirmación de que el proceso de modernización ha finalizado y de que la economía global sufre actualmente un proceso de postmodernización hacia una economía informacional no significa que la producción industrial será suprimida o dejará de desempeñar un papel importante, incluso en las regiones más relevantes del globo. Del mismo modo que la revolución industrial transformó la agricultura y la hizo más productiva, la revolución informacional transformará la industria redefiniendo y rejuveneciendo los procesos de fabricación—a través, por ejemplo, de la integración de redes de información dentro de los procesos industriales. El nuevo imperativo de dirección en vigor es "considerar la fabricación como un servicio."[3] En efecto, a medida que se transforman las industrias, la división entre fabricación y servicios se hace más borrosa. Al igual que a través del proceso de modernización se industrializó toda la producción, con el proceso de postmodernización toda la producción tiende a encaminarse hacia la producción de servicios, hacia la informacionalización.

El hecho de que la informacionalización y el cambio hacia los servicios se aprecie con mayor claridad en los países capitalistas dominantes no debería empujarnos a hacer una interpretación de la situación de la economía global contemporánea en términos de fases de desarrollo—como si actualmente los países dominantes fueran economías de servicio informacional, sus primeros subordinados economías industriales, y los siguientes subordinados, economías agrícolas. Para los países subordinados, el colapso de la modernización significa en primer lugar que la industrialización ya no puede seguir viéndose como la clave del ascenso y competencia económicos. Algunas de las regiones más deprimidas, como ciertas áreas de África subsahariana, han sido eficazmente excluidas de los movimientos de capital y de las nuevas tecnologías, incluso de la ilusión de estrategias de desarrollo, y se encuentran en consecuencia al borde de la inanición (pero deberíamos darnos cuenta de que la postmodernización ha impuesto esta exclusión y sin embargo domina estas regiones). La competencia para las posiciones de nivel medio en la jerarquía global se lleva a cabo en gran medida a través de la informacionalización de la producción y no a través de la industrialización. Los países grandes con economías variadas, tales como la India, Brazil, y Rusia, pueden soportar simultáneamente todas las variedades de procesos productivos: producción de servicios basados en la información, producción industrial moderna de bienes, trabajos artesanales y agrícolas tradicionales, y producción minera. Entre estas formas no tiene que existir necesariamente una progresión histórica ordenada; más bien han de mezclarse y coexistir; no es necesario pasar por la modernización antes de la informacionalización— la producción artesanal tradicional puede informatizarse inmediatamente; los teléfonos móviles pueden empezarse a utilizar inmediatamente en los pueblos pesqueros aislados. Todas las formas de producción existen dentro de las redes del mercado mundial y bajo el dominio de la producción informacional de servicios.

Trabajo inmaterial

El salto hacia una economía informacional implica necesariamente un cambio en la calidad del trabajo y en la naturaleza de los procesos laborales. Esta es la repercusión sociológica y antropológica más inmediata del salto de los paradigmas económicos. La información, la comunicación, el conocimiento, y el afecto vienen a desempeñar un papel fundamental en el proceso de producción.

Muchos consideran que los cambios en el trabajo de la fábrica son una característica básica de esta transformación— tomando la industria automatizada como principal punto de referencia—desde el modelo “Fordista” hasta el modelo “Toyotista”.[4] La principal diferencia estructural entre estos ejemplos radica en el sistema de comunicación entre la producción y consumo de materias primas, es decir, el traspaso de información entre la fábrica y el mercado. El modelo Fordista estableció una relación relativamente "muda" entre producción y consumo. La producción masiva de productos estandarizados en la era Fordista contaba con una demanda adecuada y no tenía por tanto mucha necesidad de estar “pendiente” del mercado. El circuito de respuesta del consumo a la producción permitía que los cambios en el mercado estimularan los cambios en la producción, pero esta comunicación era restringida (puesto que los canales de planificación estaban fijados y compartimentados) y lenta (a causa de la rigidez de las tecnologías y de los procesos de producción masivos).

El Toyotismo se basa en una inversión de la estructura Fordista de comunicación entre producción y consumo. Lo ideal, según este modelo, sería que la planificación de la producción mantuviera una constante e inmediata comunicación con los mercados. Las fábricas carecerían de existencias y los productos se fabricarían sobre la marcha, según la demanda del momento en los mercados existentes. Este modelo no sólo implica un circuito de reacción más rápido sino también una inversión en la relación porque, al menos en teoría, la decisión productiva aparece en realidad después y en respuesta a la decisión del mercado. En este contexto industrial, la comunicación y la información desempeñan, por primera vez, un papel primordial en la producción. Se podría decir que, en los procesos industriales informacionalizados, la acción instrumental y la acción comunicativa están inextricablemente unidas. (Aquí sería útil e interesante considerar cómo estos procesos trastocan la división de Habermas entre la acción instrumental y la acción comunicativa, al igual que, por otra parte, establecen las distinciones de Arendt entre labor, trabajo y acción.[5]) Sin embargo, se debería añadir rápidamente, que esta es una noción pobre sobre la comunicación, la mera transmisión de los datos del mercado.

Los sectores de servicios de la economía presentan un modelo de comunicación productiva más elaborado. De hecho, la mayoría de los servicios se basan en el intercambio continuo de información y conocimiento. Puesto que la producción de servicios tiene como resultado bienes inmateriales y duraderos, podríamos definir el trabajo relacionado con esta producción como trabajo inmaterial—esto es, el trabajo que produce bienes inmateriales, tales como un servicio, conocimiento o comunicación[6]. En algunos aspectos, el trabajo inmaterial puede presentar analogías con el funcionamiento de un ordenador. El uso cada vez más extendido de los ordenadores ha obligado a redefinir progresivamente las prácticas y relaciones laborales (al igual que el conjunto de las prácticas y relaciones sociales, por supuesto). La familiarización y manejo de las tecnologías informáticas se están convirtiendo en un requisito cada vez más indispensable para trabajar en los países desarrollados. Aunque no se requiera el contacto directo con un ordenador, el conocimiento de los símbolos e información según los modelos de los lenguajes informáticos está sumamente extendido. El ordenador aporta una novedad: su propio funcionamiento se puede modificar continuamente por medio del uso. Incluso las más rudimentarias formas de inteligencia artificial permiten ampliar y perfeccionar su funcionamiento basándose en la interacción con el usuario y el entorno. El mismo tipo de interactividad constante caracteriza una gran variedad de actividades productivas contemporáneas en toda la economía, esté o no directamente involucrado el hardware informático. En eras anteriores, los trabajadores aprendían a actuar como máquinas tanto fuera como dentro de las fábricas. En la actualidad, puesto que el conocimiento social general ya no constituye una fuerza directa de producción, pensamos cada vez más como un ordenador y el modelo interactivo de tecnologías de comunicación se impone como eje central de nuestras actividades profesionales.[7] Las máquinas interactivas y cibernéticas se convierten en nuevas prótesis integradas a nuestros cuerpos y mentes, y son lentes a través de las cuales redefinimos nuestros propios cuerpos y mentes.[8]

Robert Reich llama a este tipo de trabajo inmaterial "servicios simbólico-analíticos"—tareas relacionadas con "la resolución de problemas, la identificación de los mismos y las actividades de corretaje estratégico."[9] Este tipo de trabajo es de vital importancia y por eso Reich lo identifica como la clave para la competencia de la nueva economía global. Sin embargo, reconoce que el crecimiento de estos empleos de manipulación creativa simbólica basados en el conocimiento implica el crecimiento correspondiente de los empleos de manipulación rutinaria de símbolos para los que se requieren valores y aptitudes más limitadas, tales como la entrada de datos y el procesamiento de textos. Y aquí comienza a surgir una división básica del trabajo dentro del campo de los procesos inmateriales.

No obstante, el ejemplo del ordenador sólo puede explicar una faceta del trabajo de comunicación e inmaterial vinculado a la producción de servicios. La otra faceta del trabajo inmaterial es la labor afectiva de contacto e interacción humanos. Esta es la faceta del trabajo inmaterial de la que los economistas como Reich son más reacios a hablar, pero que a mi me parece el aspecto más importante, el elemento vinculante. Los servicios sanitarios, por ejemplo, se basan sobre todo en labores asistenciales y afectivas, y la industria del espectáculo y el resto de las industrias culturales se centran de igual modo en la manipulación y creación de afectos. En mayor o menor grado, esta labor afectiva desempeña cierto papel en todas las industrias de servicios, desde la de los expendidores de comida rápida hasta la de los proveedores de servicios financieros, anclado en los momentos de interacción y comunicación humanos. Esta labor es inmaterial, aunque sea corpórea y afectiva, en el sentido de que su producto es intangible: el sentimiento de comodidad, bienestar, satisfacción, excitación, pasión—incluso un sentimiento de conexión o comunidad. Categorías como “servicios presenciales” o “servicios de proximidad” se utilizan a menudo para identificar este tipo de trabajos, pero lo esencial, su faceta "presencial", es en realidad la creación y manipulación de afectos. Dicha producción, intercambio y comunicación afectivos se asocian generalmente al contacto humano, a la presencia real del otro, pero ese contacto puede ser tanto real como virtual. En la producción de afectos dentro de la industria del espectáculo, por ejemplo, el contacto humano, la presencia de otros es fundamentalmente virtual, pero no por ello menos real.

Esta segunda faceta del trabajo inmaterial, su aspecto afectivo, va más allá de los modelos de inteligencia y comunicación definidos por el ordenador. El término trabajo afectivo se entiende mejor partiendo de lo que los análisis feministas sobre el “trabajo de las mujeres” han llamado “trabajo de modalidad corporal.”[10] No hay duda de que la labor asistencial está completamente inmersa en lo corpóreo, lo somático, pero los afectos que produce son, no obstante, inmateriales. El trabajo afectivo produce redes sociales, formas de comunidad, biopoder.

Aquí debería admitirse una vez más que la acción instrumental de la producción económica se ha unido a la acción comunicativa de las relaciones humanas. En este caso, sin embargo, la comunicación no se ha visto empobrecida, al contrario, la producción se ha enriquecido al nivel de complejidad de la interacción humana. Aunque en un primer momento, durante la informatización de la industria por ejemplo, se podía decir que la acción comunicativa, las relaciones humanas y la cultura habían sido instrumentalizadas, redefinidas y "degradadas" al nivel de interacciones económicas, es posible también añadir rápidamente que, a través de un proceso recíproco, en este momento, la producción se ha vuelto comunicativa, afectiva, des instrumentalizada y “elevada” al nivel de las relaciones humanas- si bien, por supuesto, a un nivel de relaciones humanas completamente dominado por e intrínseco al capital. (Aquí la división entre economía y cultura comienza a desaparecer) En la producción y reproducción de afectos, en esas redes de cultura y comunicación, es donde se producen las subjetividades colectivas y la sociabilidad – aunque dichas subjetividades y esa sociabilidad sean directamente explotadas por el capital. Es aquí donde podemos comprobar el enorme potencial del trabajo afectivo.

No quiero discutir que el trabajo afectivo en si mismo es nuevo, ni que el hecho de que el trabajo afectivo produzca algún tipo de valor es una novedad. Concretamente, los análisis feministas han demostrado con creces el valor social de las labores asistenciales, del trabajo familiar, de la crianza y de las actividades maternales. Lo que es nuevo, por otra parte, es hasta que punto ahora este trabajo afectivo inmaterial produce directamente capital y hasta que punto se ha convertido en algo generalizado en amplios sectores de la economía. En efecto, como componente del trabajo inmaterial, el trabajo afectivo ha alcanzado una posición preponderante de gran importancia en la economía informacional contemporánea. En lo que respecta a la producción del alma, como diría Musil, ya no deberíamos fijarnos en el desarrollo orgánico de la tierra, ni en el desarrollo mecánico de las fábricas, sino más bien en las actuales formas dominantes de economía, es decir, en la producción definida por una combinación de cibernética y afecto.

Este trabajo inmaterial no se reserva a un grupo aislado de trabajadores, como pueden ser los programadores informáticos y las enfermeras, que formarían una nueva aristocracia profesional en potencia. El trabajo inmaterial en sus diversas variantes (informacional, afectiva, comunicativa y cultural) tiende más bien a extenderse a toda la población activa y a todas las profesiones como un componente, más o menos relevante, de todos los procesos de trabajo. Dicho esto, sin embargo, existen por supuesto numerosas divisiones dentro del campo del trabajo inmaterial- divisiones internacionales del trabajo inmaterial, divisiones de género, divisiones raciales, etcétera. Como dice Robert Reich, el gobierno de EE.UU. luchará en lo posible para conservar los trabajos inmateriales más valiosos dentro de los Estados Unidos y exportar las tareas de poco valor a otras regiones. La clarificación de estas divisiones de trabajo inmaterial, y debería puntualizar que no son las divisiones de trabajo a las que estamos acostumbrados, es una labor muy importante, especialmente en lo que respecta al trabajo afectivo.

Resumiendo, podemos distinguir tres tipos de trabajo inmaterial que sitúan al sector servicios al frente de la economía informacional. El primero forma parte de una producción industrial que ha sido informacionalizada y ha incorporado tecnologías de comunicación de modo que transforma el propio proceso de producción industrial. La fabricación se considera un servicio y el trabajo material de producción de bienes duraderos se mezcla con y tiende al trabajo inmaterial. El segundo es el trabajo inmaterial de las tareas analíticas y simbólicas, que a su vez se divide en manipulación inteligente y creativa por una parte, y en tareas simbólicas rutinarias por otra. Por ultimo, un tercer tipo de trabajo inmaterial se refiere a la producción y manipulación de afectos y requiere contacto y proximidad humanos (virtuales o reales). Estos son los tres tipos de trabajo que dirigen la postmodernización o informacionalización de la economía global.

Biopoder

Por biopoder entiendo el potencial de trabajo afectivo. El biopoder es el poder de la creación de vida; es la producción de subjetividades colectivas, de sociabilidad y de la sociedad misma. El estudio de los afectos y de las redes de producción de afectos revela estos procesos de constitución social. En las redes de trabajo afectivo se crea una forma de vida.

Cuando Foucault habla del biopoder lo ve solo desde arriba. La patria potestas, es el derecho del padre sobre la vida y la muerte de su hijo y de sus siervos. Y lo que es más importante, el biopoder es el poder de las fuerzas gubernamentales emergentes para crear, dirigir y controlar al pueblo –el poder para gestionar la vida.[11] Otros estudios más recientes han ampliado la noción de Foucault, presentando el biopoder como la regla del soberano sobre la "vida al desnudo," vida distinta desde sus múltiples formas sociales.[12] En cada caso, lo que está en juego es el propio poder. Esta transición política hacia la fase contemporánea del biopoder corresponde al salto económico de la postmodernización capitalista en la que el trabajo inmaterial se ha situado en una posición predominante. También aquí, lo primordial para la creación de valores y la producción de capital es la producción de vida, es decir, la creación, gestión y control de las poblaciones. Esta visión Foucaultiana del biopoder, sin embargo, sólo plantea la situación desde arriba, como la prerrogativa de un poder soberano. Cuando analizamos la situación desde la perspectiva del trabajo relacionado con la producción biopolítica, por otra parte, podemos comenzar a reconocer el biopoder desde abajo.

Lo primero que vemos cuando adoptamos esta postura es que el trabajo de producción biopolítica está fuertemente configurado como trabajo de género. Por supuesto, varias corrientes de teoría feminista ya han realizado extensos análisis sobre la producción de biopoder desde abajo. Una corriente de eco feminismo, por ejemplo, emplea el término biopolítica (de una forma que a primera vista podría parecer muy diferente a la de Foucault) para referirse a la política de las diferentes formas de biotecnología impuestas por corporaciones transnacionales a poblaciones y entornos, fundamentalmente en las regiones más pobres del mundo.[13] La Revolución Verde y otros programas tecnológicos que han sido actualmente presentados como medios para el desarrollo económico capitalista han arrastrado con ellos la devastación del medio natural y nuevos mecanismos para la subordinación de las mujeres. Sin embargo, estos dos efectos son, en realidad, uno sólo. Siempre ha sido una función de las mujeres, señalan estos autores, el desempeño de las tareas de reproducción que se han visto más gravemente afectadas por las intervenciones ecológicas y biológicas. Desde esta perspectiva, entonces, las mujeres y la naturaleza están dominadas en conjunto, pero también trabajan juntas en una relación de cooperación, contra el asalto de las tecnologías biopolíticas, para producir y reproducir vida. Permanecer vivo: la política se ha convertido en una cuestión de vida en sí misma y la lucha ha tomado la forma de un biopoder visto desde arriba contra un biopoder visto desde abajo.

En un contexto muy diferente, numerosos autores feministas de Estados Unidos han analizado el papel fundamental del trabajo de las mujeres en la producción y reproducción de vida. Especialmente las tareas asistenciales relacionadas con el trabajo maternal (distinguiendo el trabajo maternal de los aspectos biológicamente específicos de la labor del alumbramiento) han resultado ser un terreno sumamente interesante para el análisis de la producción biopolítica.[14] La producción biopolítica aquí consiste fundamentalmente en la tarea relacionada con la creación de vida—no las actividades de procreación, sino precisamente la creación de vida en la producción y reproducción de afectos. Aquí podemos percibir claramente como se desvanece la distinción entre producción y reproducción, como sucede entre la economía y la cultura. La labor trabaja directamente sobre los afectos; produce subjetividad, produce sociedad, produce vida. La labor afectiva, en este sentido, es ontológica—revela una tarea evidente de constitución de una forma de vida y por tanto vuelve a demostrar el potencial de producción biopolítica.[15]

Sin embargo, deberíamos añadir inmediatamente que no podemos afirmar sencillamente ninguna de estas perspectivas de forma incondicional, sin admitir los tremendos daños que plantean. En el primer caso, con la identificación de las mujeres y la naturaleza se corre el riesgo de naturalizar y hacer absoluta la diferencia sexual, además de plantear una definición espontánea de la propia naturaleza. En el segundo caso, la celebración del trabajo maternal podría fácilmente servir para reforzar tanto la división de trabajo de género como las estructuras familiares de sometimiento edípico. Incluso en estos análisis feministas sobre la labor maternal queda claro lo difícil que puede resultar a veces desplazar el potencial de labor afectiva tanto de las construcciones patriarcales de reproducción como del subjetivo agujero negro de la familia. Estos peligros, sin embargo, aunque son significativos, no restan importancia al reconocimiento del potencial de trabajo como biopoder, un biopoder visto desde abajo.

Este contexto biopolítico es precisamente el terreno idóneo para investigar la relación productiva entre afecto y valor. Lo que encontramos aquí no es tanto la resistencia de lo que podría llamarse “trabajo afectivamente necesario,”[16] sino más bien el potencial de trabajo afectivo necesario. Por una parte, el trabajo afectivo, la producción y reproducción de vida, se ha convertido en algo profundamente arraigado como base necesaria para la acumulación capitalista y el orden patriarcal. Por otra parte, sin embargo, la producción de afectos, de subjetividades y de formas de vida presenta un enorme potencial para los circuitos autónomos de valorización y tal vez, para la liberación.




Notas:




[1] Robert Musil, El hombre sin atributos, vol. 2, trad. Sophie Wilkins (Nueva York: Vintage, 1996) 367
[2] Sobre los cambios de empleo en los países dominantes, ver Manuel Castells y Yuko Aoyama, “Caminos hacia la sociedad informacional: Estructura de empleo en los países G-7, 1920-90,” Revista de Trabajo Internacional 133:1 (1994): 5-33.
[3] François Bar, “Infrastructura de la Información y la Transformación de la Fabricación,” en La Nueva Infraestructura de la Información: Estrategias para la Política estadounidense, ed. William Drake (Nueva York: Twentieth Century Fund Press, 1995), 56.
[4] Sobre la comparación entre los modelos Fordista y Toyotista, ver Benjamin Coriat, Pensar al revés: trabajo y organización en la empresa japonesa (Paris: Christian Bourgois, 1994).
[5] Me refiero principalmente a Jürgen Habermas, La Teoría de la Acción Comunicativa, trad. Thomas McCarthy (Boston: Beacon Press, 1984); y a Hannah Arendt, La Condición Humana (Chicago: University of Chicago Press, 1958). Para leer una crítica excelente sobre la división de Habermas entre acción comunicativa e instrumental en el contexto de la postmodernización económica, ver Christian Marazzi, El lugar de los pantalones: el desarrollo lingüistico de la economía y sus efectos en la política (Bellinzona, Suiza: Casagrande, 1995), 29-34.
[6] Para una definición y análisis de trabajo inmaterial, ver Maurizio Lazzarato, “Trabajo Inmaterial,” en Pensamiento Radical en Italia, ed. Paolo Virno y Michael Hardt (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996), 133-47.
[7] Peter Drucker entiende el salto hacia la producción inmaterial como la completa destrucción de las categorías tradicionales de la economía política. “El recurso económico básico—“los medios de producción,” por utilizar el término economista—ya no es el capital, ni los recursos naturales (la “tierra” del economista), ni el “trabajo.” Es y será el conocimiento.” Peter Drucker, Sociedad Post-Capitalista, (Nueva York: Harper, 1993), 8. Lo que Drucker no entiende es que el conocimiento no viene dado sino que es producido y que su producción implica nuevos tipos de medios de producción y de trabajo.
[8] Marx utiliza el término "inteligencia general" para referirse a este paradigma de actividad social productiva. “El desarrollo del capital fijado indica hasta que punto el conocimiento social se ha convertido en una fuerza de producción directa, y hasta que punto, por tanto, las condiciones del propio proceso de vida social están ahora bajo el control de la inteligencia general y han sido transformadas conforme a esta. Hasta que punto los poderes de producción social han sido producidos, no solo bajo la forma del conocimiento, sino también como órganos inmediatos de práctica social, del verdadero proceso de vida.” Karl Marx, Grundrisse, trad. Martin Nicolaus (Nueva York: Vintage, 1973), 706.
[9] Robert Reich, El Trabajo de las Naciones: Prepararse para el Capitalismo del Siglo XXI (Nueva York: Knopf, 1991), 177.
[10] Ver Dorothy Smith, El Mundo de cada Día como Problemática: Una Sociología Feminista (Boston: Northeastern University Press, 1987), 78-88.
[11] Ver principalmente Michel Foucault, La Historia de la Sexualidad, vol. 1, trad. Robert Hurley (Nueva York: Vintage, 1978), 135-45.
[12] Ver Giorgio Agamben, Homo Sacer, (Turin: Einaudi, 1995); y "Forma de Vida," trad. Cesare Casarino, en Pensamiento Radical en Italia, ed. Paolo Virno y Michael Hardt (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996), 151-56.
[13] Ver Vandana Shiva y Ingunn Moser, ed., Biopolítica: Un Lector Feminista y Ecológico (Londres: Zed Books, 1995); y de forma más general Vandana Shiva, Permanecer vivo: Mujeres, Ecología y Supervivencia en la India (Londres: Zed Books, 1988).
[14] Ver Sara Ruddick, Pensamiento Maternal: Hacia una Política de Paz (Nueva York: Ballantine Books, 1989).
[15] Sobre las cualidades ontologicamente constitutivas del trabajo, en especial dentro del contexto de la teoría feminista, ver Kathi Weeks, Cuestiones constitutivas Feministas (Ítaca: Cornell University Press, 1998), 120-51.
[16] Ver Gayatri Chakravorty Spivak, " Especulaciones diversas acerca de la Cuestión del Valor," en En Otras Palabras (Nueva York: Routledge, 1988) 154-75.


http://www.vinculo-a.net/central.htm

Frágil Psicoesfera

por Franco Berardi


Elephant

1977 fue para Japón el año de los suicidios juveniles: oficialmente se habla de 784. Pero lo más impactante es que, al final de las vacaciones de verano de ese año, entre septiembre y octubre, se produjo en rápida sucesión toda una serie de suicidios infantiles, para ser exactos, trece, todos ellos niños de primaria. Lo que causó mayor desconcierto no fue tanto la gratuidad, la incomprensibilidad del gesto, como el hecho de que en todos los casos faltaran motivaciones, razones para ello; lo que más llama la atención es el vacío, la incapacidad de los adultos que vivían en contacto con el niño de prever, entender, dar explicaciones de lo que había sucedido.

Como en los manga, un fenómeno de masas que tuvo su aparición justamente en la segunda mitad de los años setenta, y que han sido la lectura principal de varias generaciones de japoneses, el enemigo no es el mal sino la suciedad. Sobre los héroes del comic japonés escribe Alessandro Gomarasca: el clean, al limpiar el mundo de las escorias de lo indefinido, de lo confuso, de lo peludo y polvoriento, prepara lo digital, puliendo superficies sin aspereza. La seducción erótica se desprende progresivamente del contacto sexual, hasta convertirse en pura estimulación estética.

En 1983 un grupo de estudiantes de bachillerato japoneses masacró a un grupo de viejos sin techo en un parque de Yokohama. Interrogados, los chicos no dieron ninguna explicación, salvo que los desvalidos a los que habían matado eran obutsu, cosas sucias, impuras”.

En Japón, como en Europa, como en los EE.UU., 1977 es el año en que se va más allá de la esfera de la modernidad. Continuación y radicalización del 68. Pero también desengaño y abandono de la ilusión dialéctica que el 68 llevaba dentro de sí. En Europa este paso queda marcado en la esfera del pensamiento filosófico por autores como Lyotard, Baudrillard, Virilio, Guattari, Deleuze, y en la esfera de la conciencia política por movimientos de masas como la autonomía creativa italiana o el punk londinense. En Estados Unidos adopta la forma de un movimiento de transformación urbana y musical, que se manifiesta en la no wave musical y artística, en Japón se perfila desde ya sin mediaciones, como una monstruosidad inexplicable que se convierte rápidamente en normalidad cotidiana, en forma prevalente de la existencia colectiva.

Desde 1977 en adelante el hundimiento de la mente occidental ha ido avanzando de forma reptante, subterránea, episódica, pero en los años a caballo del milenio lo hace a ritmo de precipicio, de una catástrofe que ya no se puede atajar. Lo que la conciencia del 77 había percibido como un peligro y una posibilidad implícita en la aceleración del ritmo existencial y productivo, se convierte en una crónica de sucesos diaria. Algunos hechos han marcado ese paso transformándose en virus, portadores de una información que se reproduce, que prolifera, que infecta todo el organismo social. El suceso excepcional de las Torres Gemelas derrumbándose en medio de una nube de polvo, tras el suicidio mortífero de un grupo de diecinueve jóvenes islámicos, es sin duda el más impresionante, el suceso-imagen que ha inaugurado de forma espectacular el nuevo tiempo. Pero en la matanza de Columbine, de algunos años antes, hay un mensaje puede que más inquietante, porque habla de la vida cotidiana, de la normalidad americana, de la normalidad de una humanidad que ha perdido toda relación con lo que fue humano y da palos de ciego en busca de alguna garantía imposible, en busca de algo que sustituya emociones de las que ya no se conoce nada.

Michael Moore ha dedicado a ese hecho un documental apasionante de análisis social (Bowling at Columbine), en el que cuenta lo que se ve a simple vista, la venta de armas y la agresividad que se nutre del miedo. Pero en su película Elephant, Gus Van Sant analiza ese mismo episodio desde otro punto de vista, más profundo, más impalpable y por ello más turbador. ¿Qué ha sucedido y qué está sucediendo en las mentes de la generación que, a caballo del milenio, se está convirtiendo en adulta? ¿Qué significa y a dónde puede llevar su fragilidad psíquica, que se conjuga con un tremendo potencial tecnológico y destructivo? Ultra-potencial tecnológico destructivo y fragilidad psíquica son la mezcla que define a la primera generación videoelectrónica, sobre todo en su versión americana.

En la primera escena de la película el padre borracho lleva a su hijo a la escuela conduciendo un coche que avanza a trompicones. El hijo lo trata como a un minusválido, una piltrafa, como a un fracasado del que hay que ocuparse para evitar que cause líos. El actor que desempeña el papel del padre es Timothy Bottoms, conocido por haber representado a George W Bush, al que se parece muchísimo, con esa misma mirada húmeda de alcohólico sin remedio. ¿Van Sant quiere darnos a entender que los EE.UU. se han subido a un coche cuyo chofer está borracho? ¿Y qué significa Elephant? ¿Una mancha de Rorschach gigante?

Desde un punto de vista científico se infravaloran los efectos del cambio psicocognitivo a los que tiene que hacer frente la primera generación videoelectrónica. La política, por su parte, los ignora o elimina completamente, pero, si queremos entender algo de lo que sucede en la sociedad del nuevo milenio, tenemos que desplazar nuestro punto de observación en esa dirección, hacia la psicoesfera. En la psicoesfera es donde se manifiestan hoy en día los efectos de veinte años de “infovasión”, de sobrecarga nerviosa, de psicofarmacología masiva, de sedantes, de estimulantes, de euforizantes, de “fractalización” del tiempo laboral y existencial, de inseguridad social que se traduce en miedo, soledad, terror. En la Mente global interrelacionada han estado explotando psicobombas de tiempo. Su efecto es previsible.

En los últimos decenios se ha expuesto el organismo a un número creciente de estímulos neuro-movilizadores. La aceleración e intensificación de los estímulos nerviosos en el organismo consciente parecen haber afinado la película cognitiva que podríamos llamar sensibilidad. El organismo consciente ha tenido que acelerar la reactividad cognitiva, gestual, cinética. El tiempo a disposición para elaborar estímulos nerviosos se ha reducido drásticamente. Puede que por ello parezca como si hubiera disminuido la capacidad empática. El intercambio simbólico entre seres humanos se procesa sin empatía, porque ya no es posible percibir el cuerpo del otro. Para poder percibir al otro como cuerpo sensible, hace falta tiempo, es necesario el tiempo de la caricia y del olisqueo. Y el tiempo para la empatía ya no se tiene, porque la infoestimulación se ha vuelto demasiado intensa.

¿Cómo ha podio suceder? ¿Cuál es la causa de estos trastornos de la empatía, cuyos signos son tan evidentes en la vida cotidiana y en los hechos que amplifican los medios de comunicación? ¿Podríamos suponer una relación directa entre la expansión de la Infoesfera, la aceleración de los estímulos, de las estimulaciones nerviosas y de los tiempos de respuesta cognitiva, y el desmenuzarse de la película sensible que permite a los seres humanos entender lo que no se puede verbalizar, reducir a signos codificados?
Reductores de complejidad, como son el dinero, la información, el estereotipo, o como los interfaces de la red digital, han simplificado la relación con el otro, pero cuando el otro parece en carne y hueso no toleramos su presencia, porque crispa nuestra (in)sensibilidad.

La generación videoelectrónica no tolera los pelos de las axilas ni los del pubis. Para que las superficies corporales puedan interconectarse es necesaria una compatibilidad perfecta. Librarse de pelos superfluos. Generación glabra. La conjunción halla sus vías a través de los pelos y de las imperfecciones del intercambio. Es capaz de realizar una lectura analógica, y los cuerpos extraños pueden entenderse aunque no dispongan de un lenguaje de interconexión.

La destrucción de la película sensible interhumana tiene algo que ver con el universo tecnoinformativo, pero también con el disciplinamiento capitalista de la corporeidad. Durante la fase final de la modernización capitalista, la emancipación de la mujer y su incorporación a la producción ha causado un efecto de enrarecimiento del contacto corporal e intelectual con el niño. La madre, en la esfera experiencial de la primera generación videoelectrónica, ha desaparecido, o bien ha reducido su presencia. El efecto combinado de la llamada emancipación de las mujeres (que en realidad ha sido sumisión de las mujeres al circuito de la producción asalariada) con la divulgación del socializador televisivo tiene algo que ver con la catástrofe psicopolítica contemporánea.

Y para la próxima generación se prepara otro desbarajuste. En una gran parte del mundo hay en curso un proceso que podría tener consecuencias significativas para la historia futura del mundo. Millones de mujeres de los países pobres se ven obligadas a abandonar a sus hijos para ir a occidente a cuidar de los hijos de otras madres, que no pueden ocuparse de ellos porque están demasiado ocupadas trabajando. ¿Qué fantasmas de frustración y violencia crecerán en las mentes de los niños abandonados? ¿Y qué fantasmas de omnipotencia frágil en las de los niños occidentales?

Un pueblo de niños hiperarmados ha invadido el escenario mundial. Está destinado a hacerse mucho daño, como ya se hizo en Vietnam, y puede que aún peor. Pero por desgracia también nos hace daño a nosotros. Lo hemos visto en las fotos sacadas en Abu Ghraib y las demás cárceles de la infamia estadounidense.

Gus Van Sant nos cuenta con una ternura glacial los balbuceos neuróticos, los histerismos anoréxicos y la incompetencia relacional de los adolescentes de la generación Columbine (estoy pensando en el diálogo maravillosamente bestial de las tres chicas en el comedor, cuando deciden ir de compras tras haber discutido de forma espeluznante sobre la amistad y sus deberes, y sobre el porcentaje de tiempo que hay que dedicar a los amigos más queridos, cuantificando minuciosamente los porcentajes de afectividad). Nos cuenta y nos muestra espacios de espera brillantes, pasillos luminosos recorridos por débiles mentales. Cuerpos que, al haber perdido el contacto con su propia alma, ya no saben nada cierto sobre su propia corporeidad.

Luego todo sucede, mientras el cielo se mueve rapidísimamente, como siempre en las películas de Gus Van Sant. En la luz suspendida de un día cualquiera de sol rasante, llegan los suicidas portadores de muerte. Todo sucede en el espacio de unos minutos dilatados grabados por las cámaras del circuito cerrado del colegio, y que se pueden volver a ver: adolescentes que se esconden bajo las mesas, que se arrastran por el suelo intentando librarse de las balas.

No hay ninguna tragedia, no hay estrépito, aún no acuden las ambulancias. El cielo inmenso cambia de color. Golpes, secos y espaciados.

No es como la muchedumbre aterrada que hemos visto por Wall Street mientras se derrumbaban las torres, sino una masacre tranquila, periférica, reproducible, replicable, contagiosa.

Cambio conexivo

Elephant habla de una generación emotivamente trastornada e incapaz de conectar el pensamiento con la acción, habla de un cambio cognitivo que se desarrolla en el contexto de una transición en la tecnología de la comunicación: la transición de la conjunción a la conexión. Las formas de conjunción son infinitas, y la conexión es una de ellas.

Pero en el concepto de “conectar” hay implícita una especificación especial: la connexio implica funcionalidad de los materiales que se conectan, modelado funcional que los predispone a la interconexión. Así como la conjunción equivale a convertirse en otra cosa, en la conexión cada elemento sigue siendo distinto, si bien funcionalmente interactivo.

La conjunción es encuentro y fusión de formas redondeadas, irregulares, que se insinúan de manera imprecisa, irrepetible, imperfecta, continua. La conexión es interacción puntual y repetible de funciones algorítmicas, de líneas rectas y de puntos que se solapan perfectamente, se conectan y desconectan, según modalidades discretas de interacción. Modalidades discretas que hacen que las partes distintas entre sí sean compatibles según estándares predeterminados.

La digitalización de los procesos comunicativos produce una especie de insensibilización con respecto a la curva, a los procesos continuos de evolución lenta, y una especie de sensibilización en cuanto al código, a los cambios de estado fulminantes, a las secuencias de signos discretos.

La primera generación videoelectrónica experimenta un cambio, y el futuro social, político y técnico depende de los efectos de ese cambio. Pero en la tradición de las ciencias cognitivas la idea de un cambio no resulta aceptable, porque el fundamento epistemológico de tales ciencias sigue anclado a una premisa de tipo estructuralista. De hecho, el cognitivismo considera la mente humana como un mecanismo que funciona según reglas innatas e inmodificables. En el campo del cognitivismo, el ambiente es objeto de reflexión y de elaboración mental, pero no puede intervenir en las reglas de funcionamiento de la mente. Por consiguiente, la idea de una interacción dinámica entre la actividad mental y el ambiente en la que las mentes entren en comunicación no es admisible. La complejidad técnica de la comunicación no tiene la posibilidad de modificar las modalidades de la cognición, aunque haya excepciones a este planteamiento. Ulric Neisser en Cognition and Reality (1976) habla de ecología cognitiva y reconoce la posibilidad de una interacción dinámica entre el ambiente en el que se forma la mente y las modalidades de su funcionamiento.

Aceleración, lenguaje, identidad

Con el concepto de dispositivo, Foucault define las concatenaciones maquínicas que pueden preparar exteriormente los itinerarios de formación lingüística, psíquica y relacional de los organismos conscientes en la época moderna. Por cableado entendemos la inserción de los dispositivos en el bagaje biológico, genético, cognitivo de los organismos conscientes en la época que se sitúa al final de la modernidad. El proceso de cambio que se está produciendo, del que se derivan las primeras generaciones videoelectrónicas, se puede describir, por lo tanto, como cableado de la subjetividad emergente por parte de automatismos tecnobiológicos y tecnocognitivos.

Pero el cableado del organismo consciente no tiene un carácter determinista, no se puede prever y determinar de manera exacta el efecto cognitivo psíquico y social del cambio en curso.

La aceleración del flujo informativo, la masa de información que recibimos, descodificamos, procesamos, y ante la cual hemos de reaccionar para mantener el ritmo de los intercambios económicos, afectivos, existenciales, produce una crisis de la facultad de verbalización que se manifiesta de varias formas: autismo, dislexia, que está aumentando vertiginosamente en las generaciones más jóvenes, sobre todo en las capas sociales y profesionales más implicadas en las nuevas tecnologías de la comunicación.
La digitalización parece abrir un doble movimiento de reformateado.

El lenguaje verbal se sustituye con formas de comunicación más rápida, más sintética y más ágil en el desarrollo contemporáneo de varias tareas, según el método multitask. Pero la aceleración de los impulsos provoca estrés en el organismo físico y exige un reformateado psicotrópico de la percepción y de la interacción cognitiva, mediante la toma de psicofármacos, o mediante la desactivación pura y simple de la empatía, que ralentiza el ritmo cognitivo, y la atenuación de algunos niveles sensitivos, como son el olfato y la tactilidad, ya redimensionados por la aceleración de la escritura.

En términos generales podemos decir que la expansión de una función cognitiva específica redefine la cognición en su conjunto. La exposición del organismo consciente a la expansión de la videoelectrónica amplía competencias de tipo configuracional, como la capacidad de descodificar conjuntos visuales complejos, de desarrollar simultáneamente procesos de interacción múltiples. Pero, al mismo tiempo, redimensiona otras competencias, como la capacidad de reacción emocional a estímulos que se prolongan en el tiempo, o la capacidad de percibir la profundidad temporal.

Las modalidades de memorización dependen de la posibilidad que tenga la mente para “almacenar” informaciones que hayan causado una impresión profunda, que se hayan presentado durante largo tiempo o de manera repetitiva. La memorización cambia el organismo consciente, define su identidad, ya que la identidad se puede definir como acumulación dinámica de la memoria de los lugares y de las relaciones que definen la continuidad de una experiencia.

Pero ¿qué le sucede a la memoria cuando el flujo de informaciones revienta, se expande enormemente, acosa la percepción, ocupa todo el tiempo mental disponible, acelera la velocidad y reduce el tiempo de exposición de la mente únicamente a la impresión informativa? Lo que sucede es que la memoria del pasado se afina, la masa de informaciones presentes tiende a ocupar todo el espacio de la atención. Cuanto mayor es la densidad de la infoesfera, tanto menor es el tiempo que se dedica a la memorización, cuanto más rápido es el tiempo de exposición de la mente a una información individual, tanto más débil será la huella que tienda a dejar. La actividad mental tiende así a verse aplastada en el presente, se reduce la profundidad de la memoria y, por consiguiente, la percepción del pasado histórico, e incluso la diacronía existencial, tienden a desaparecer.

Y, de ser cierto que la identidad está en gran parte relacionada con lo que se ha sedimentado dinámicamente en la memoria personal (los lugares, las caras, las expectativas, las ilusiones), puede suponerse que se va hacia una des-identificación progresiva, porque los organismos registran más bien un flujo que se desarrolla en el presente, que no deja huellas profundas por la rapidez con que aparece ante el ojo y con que se sedimenta en la memoria.

El engrosamiento de la corteza de la infoesfera, el aumento en cantidad e intensidad del material informativo de entrada produce entonces un efecto de reducción de la esfera de memoria singular. Las cosas que un individuo recuerda (imágenes, etc.) van conformando una memoria impersonal, homologada, asimilada de manera uniforme, escasamente elaborada, porque el tiempo de exposición es tan rápido que no permite una personalización profunda.

El tiempo vivido

El cambio implica aspectos de tipo patológico, que podríamos definir como psicopatologías del cambio y que se refieren sobre todo al procesamiento del tiempo vivido. Eugene Minkovski ha sido el primer psiquiatra que se ha ocupado del tiempo vivido, y ha tenido la intuición de poner el sufrimiento mental en relación con el “tiempo vivido”, es decir, con el modo con que nos asentamos en el tiempo de nuestra vida, o lo atravesamos frenéticamente.

Eugene Minkovski no habla de "tiempo", sino de "tiempo vivido". En la acentuación queda clara la influencia del pensamiento de Bergson, que nos sugiere pensar en el tiempo como "duración", y por consiguiente como proyección de una vivencia existencial.

Una parte fundamental de la psicopatología de nuestro tiempo se puede considerar como una cronopatía. Un trastorno, que está aumentando mucho, afecta sobre todo a los niños y a los chicos muy jóvenes, se trata del trastorno llamado Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH), que se manifiesta en forma de hipermotilidad, hiperactivación física, incapacidad para centrar la atención durante más de unos cuantos segundos. En los EE.UU., casi cinco millones de niños toman cada día un potente fármaco psicoestimulante que se llama Ritalin para tratar este tipo de trastorno. El uso de psicoestimulantes para curar el déficit de atención en el niño es discutible, los efectos terapéuticos tampoco se han demostrado y las sustancias como el Ritalin pueden crear adicción y causar daños cerebrales, pero el punto interesante no es ése, lo que aquí me interesa es entender algo acerca de las causas de este tipo de hiperactivación psicofísica.

La velocidad de los infoestímulos produce un efecto de sobreestimulación sobre el organismo y la conciencia, por lo que es legítimo relacionar las patologías de la atención con ese aumento de velocidad de la infoesfera, es decir, del ambiente en el que se forma la mente. Por otra parte, ¿cómo podríamos pensar que la mediatización de la comunicación, ya desde la primera edad infantil, no produzca efectos que involucran la afectividad, la emocionalidad, el lenguaje, la imaginación, e incluso las modalidades de memorización y, en última instancia, la propia percepción del tiempo vivido?

Quienes acceden al proceso laboral en la época de la conexión generalizada son puros procesadores de información. Su cuerpo es un objeto olvidado. La contracción de los términos y la aceleración de los ritmos cerebrales fragilizan la percepción social y erótica del otro. Y el erotismo parece sublimado en el éxtasis místico de la competitividad, de la eficiencia, de la calidad total. ¿Qué efectos psíquicos tendrá este cambio a largo plazo y qué patologías se están manifestando ya?

En The Attention Economy, Harvard, 2001, Davenport y Beck hablan de una saturación del tiempo disponible en los procesos laborales, y por lo tanto de poca atención a lo que se ha de hacer: estas consideraciones no se limitan al ámbito laboral, sino que afectan a toda la sociedad digitalizada: por otro lado, la distinción entre tiempo laboral y tiempo libre es cada vez más impalpable, así como la distinción entre edad laboral y edad prelaboral. El lugar de trabajo se extiende también al ambiente de la comunicación general, del que resulta indisociable, por lo que puede decirse que la población joven en condiciones prelaborales está implicada en procesos similares a los que afectan a la población adulta.

Mientras el ciberespacio (es decir, la dimensión virtual de la interacción infoproductiva entre agentes comunicativos conectados a través de la red electrónica) es infinitamente expandible, el cibertiempo (es decir, el tiempo de procesamiento consciente de señales por parte del cerebro humano) sólo es expandible en la medida en que se puede acelerar el funcionamiento de la mente humana, del cerebro orgánico individual. El ciberespacio se expande con la velocidad infinita de una red que conecta un número infinito de agentes de enunciación según líneas infinitamente complejas y que no se pueden reducir. El cibertiempo, en cambio, no se puede expandir de forma ilimitada porque actúa según los modos y los términos de la materia orgánica. Llamamos cibertiempo a la intensidad de la experiencia mediante la cual el organismo consciente puede procesar los datos que le rodean en el Ciberespacio. De hecho, el cibertiempo es el tiempo mental de la experiencia vivida, es una asimilación lenta de informaciones, es el tiempo necesario para procesar las señales que proceden del ambiente que nos rodea y funciona según modalidades analógicas, imprecisas, ambiguas, sensuales y parciales. La incompatibilidad entre ciberespacio y cibertiempo es una paradoja decisiva en la sociedad actual. El tiempo para examinar las informaciones y procesar una reacción coherente se reduce hasta desaparecer. El tiempo de atención de que se dispone se reduce tanto más cuanto más se expande la masa de informaciones que exigen ser examinadas, procesadas, elegidas.

La divulgación de las tecnologías microelectrónicas y de las formas de comunicación digital ha cambiado la composición tecnológica del mundo, pero las modalidades de apropiación cognitiva y de reactividad psíquica de que disponen la sociedad y los individuos no se adaptan de forma lineal. Los hombres y las mujeres siguen interactuando con el mundo real según modelos interpretativos y modalidades prácticas producidas a lo largo de la historia pasada. Por mucho que el universo de los textos siga expandiéndose inmensamente en la esfera de la información de red, la mente humana continúa leyendo según modelos de tipo secuencial, y por lo tanto grabando, memorizando, catalogando, seleccionado con un ritmo que se ha formado durante la época en que alfabéticamente predominaba el texto impreso. El cambio del ambiente tecnológico e infoesférico es mucho más rápido que el cambio cultural y, sobre todo, que el cambio cognitivo. Para la población joven este paso se realiza más fácilmente en forma de cambio. Pero ¿cuáles son los efectos de la aceleración del ritmo temporal vivido? Más allá de un cierto límite, la aceleración de la experiencia provoca una bajada en la conciencia de los estímulos y una pérdida de intensidad, que afecta a la esfera de la sensibilidad, pero también a la esfera de la ética. El ciberespacio invade la esfera de la sensibilidad hasta estrangularla. La sensibilidad está en el tiempo, y el espacio se ha vuelto demasiado denso para que el tiempo orgánico pueda elaborarlo de manera satisfactoria.

En este cruce entre ciberespacio electrónico y cibertiempo orgánico es donde, en mi opinión, se halla la cuestión fundamental del cambio en curso, un cambio que atraviesa los organismos individuales, los pueblos y todo el planeta. Los jóvenes son naturalmente los que están más expuestos a los efectos de ese cambio, porque el poder invasor del ciberespacio se ha volcado totalmente sobre ellos, y en consecuencia sus potenciales de adaptación cibertemporal (es decir, se su aparato cognitivo, psíquico e psicofísico) están sometidos a una gran presión. El problema fundamental es que los plazos del cambio tecnológico son mucho más rápidos que los del cambio mental, por lo que la expansión del ciberespacio es inconmensurablemente más rápida que la capacidad de expansión y adaptación del cerebro humano, es decir, de lo que podemos definir como el cibertiempo. Podemos aumentar el tiempo de exposición del organismo a las informaciones, pero la experiencia no se puede intensificar más allá de un cierto límite. La aceleración provoca un empobrecimiento de la experiencia, ya que estamos expuestos a una masa creciente de estímulos que no podemos procesar según las modalidades intensivas del goce y del conocimiento. Los ámbitos de la relación y de la conducta, que exigen un tiempo dilatado de atención, como el ámbito de la afectividad, el del erotismo, el de la comprensión profunda, resultan trastocados, sometidos a una contracción. En esas condiciones de aceleración y de sobrecarga informativa, el automatismo tiende a convertirse en la forma prevalente de reacción a los estímulos, por cuanto las reacciones de tipo automático son las que no exigen una reflexión, un procesamiento consciente y emocional. Son reacciones estándar, implícitas en la cadena de acciones y de reacciones predispuestas por la Infoesfera uniformada.

Cibertiempo, erotismo, insensibilización

No hay duda de que la digitalización del ambiente comunicativo y del propio ambiente perceptivo actúa sobre la sensibilidad de los organismos humanos. Pero ¿cómo estudiar este tema? ¿Qué instrumentos de análisis, qué criterios de valoración nos permiten hablar de sensibilidad, de gusto, de goce y de sufrimiento, de erotismo y sensualidad? El único instrumento que tenemos somos nosotros mismos, nuestras antenas, nuestro cuerpo, nuestra reactividad psíquica y erótica. Por otro lado, el filtro del observador puede actuar de una manera deformante. Sin embargo, el sentimiento de enrarecimiento del contacto, el enfriamiento y la contracción están en el centro de las patologías contemporáneas, especialmente evidentes en la población joven. La esfera del erotismo está especialmente afectada.

Tras el final de las vanguardias y su infiltración en el circuito de la comunicación social, la estimulación estética, en las formas de publicidad, en la televisión, en el diseño, en el packaging, en el diseño de páginas web etc., se ha vuelto cada vez más difusa, invasiva, insistente, indisociable de la estimulación informativa, de la que se ha convertido en complemento. El organismo consciente-perceptor está envuelto en un flujo de signos que no son sólo portadores de información, sino que también son factores de estimulación perceptiva, de excitación. Según Perniola la historia de la estética se ha basado – hasta hoy, hasta ayer – en la centralidad conceptual y sensible de la catarsis. En otros tiempos, la obra de arte creaba una ola de implicación, de excitación, que alcanzaba un clímax, una conmoción catártica asimilable a la descarga orgásmica. La belleza, tanto en la concepción clásica como en la romántica y moderna, era identificable con el momento de un logro, de una superación de la tensión implícita en la relación entre organismo perceptor y mundo: catarsis, armonía, sublime desapego. Alcanzar la armonía es un evento asimilable a la descarga orgásmica que sigue a la excitación del contacto entre cuerpos. La tensión muscular se relaja en la plenitud del placer. En la percepción feliz de nuestro propio cuerpo y del ambiente que nos rodea está en juego una cuestión esencial, de ritmo, de tiempo, de temporalidades vividas. Y, si en el círculo de la excitación incorporamos un elemento inorgánico como la electrónica, y llevamos a cabo una aceleración de los estímulos y una contracción del tiempo de reacción psicofísica, algo acaba por cambiar en el organismo y en sus formas de reacción erótica. El orgasmo se sustituye por una serie de excitaciones sin descarga. La excitación ya no es preludio de ningún cumplimiento. La excitación inconclusa toma el lugar de la descarga orgásmica. Es un poco el sentimiento que nos sugieren el arte digital, la frialdad del videoarte, la ciclicidad inconclusa de la obra de Tinguely, o de la música de Philip Glass. No sólo la estética parece verse involucrada en esta aceleración inorgánica de la relación entre los cuerpos, sino también el erotismo. La instalación de vídeo The Wind, de Eija Liisa Ahtila, proyectada sobre tres pantallas en las que se desarrollan escenas de destrucción, tentativas de contacto con el cuerpo del otro, crisis de soledad devastadoras, es la investigación más directa que yo conozco sobre una forma de psicopatía que tiende a convertirse en epidémica.

A lo largo de los circuitos de la comunicación social el objeto erótico se multiplica hasta volverse omnipresente. Pero la excitación no preludia ninguna conclusión, y multiplica el deseo hasta hacerlo añicos. El hecho de que el ciberespacio sea ilimitado le otorga a la experiencia un carácter de incapacidad de realización, de conclusión. La agresividad y el agotamiento suceden a esta apertura ilimitada de los circuitos de la excitación. ¿No hallamos quizás aquí una explicación de la ansiedad erótica que lleva a la deserotización, a esa mezcla de hipersexualidad y de asexualidad que caracteriza la vida posturbana? La ciudad era el lugar en el que el cuerpo humano se encontraba con el cuerpo humano, con la mirada, con el contacto, con la emoción lenta y el placer. En la dimensión posturbana del sprawl ciberespacial, el contacto parece volverse imposible, sustituido por formas precipitadas de experiencia que se solapan con la mercantilización o la violencia. La emoción lenta es rara e improbable; y la propia lentitud de la emoción se transforma poco a poco en una mercancía, en una condición artificial que se trueca por dinero. El tiempo es escaso, el tiempo se cambia por dinero. El tiempo, dimensión indispensable del placer, está cortado en fragmentos que ya no son disfrutables. Al placer le sustituye la excitación sin descarga.

En la fenomenología cultural tardomoderna el cambio del que estamos hablando se puede relacionar con el paso que se produce entre los años sesenta-setenta, y los años ochenta-noventa. Los años de la cultura hippy estaban centrados en torno a un proyecto de erotización de lo social, de contacto universal entre los cuerpos. En el paso que va acompañado por la introducción de las tecnologías de comunicación electrónica en el circuito social, se produce el fenómeno punk. El punk grita desesperadamente contra el enrarecimiento del contacto, contra el desierto posturbano, y reacciona con una especie de autolesionismo histérico. El paso a la dimensión postmoderna e hipertecnológica lo registró la new wave de los primeros años ochenta, que en sus experiencias más radicales se definía como no wave. No había ola que significara inmovilidad o fluir constante y no ondoso; al contrario, quería decir fragmentación infinita de la ola, quiere decir nano-wave, agitación infinitesimal de la musculatura, microexcitación subliminal incontrolable. Nervous breakdown. Entre los años setenta y ochenta, la irrupción de la heroína en la experiencia existencial de la transición posturbana formó parte del proceso de adaptación a una condición de excitación sin descarga. La heroína concede el de-branchement, la desconexión del circuito de la sobreexcitación ininterrumpida, un especie de mitigación de la tensión. El organismo colectivo de la sociedad occidental buscó una ralentización en el consumo masivo de heroína, o bien, de forma complementaria, buscó mantener el ritmo en la cocaína. Se estaba cumpliendo el paso de velocidad infoesférica que hizo posible someter el tiempo humano al régimen de explotación absoluta e ininterrumpida de la red neurotelemática, la flexibilización laboral.

Luego llegó el SIDA. Es inútil insistir en el efecto de catástrofe emocional que ha tenido y seguirá teniendo el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, acumulándose en la psique colectiva, produciendo sensibilización negativa, miedo al contacto. Es difícil valorar plenamente los efectos que ha tenido el miedo al contagio en las formas de vida cotidiana, pero el shock cultural que ha producido esta epidemia se ha sedimentado en la percepción, en el deseo de las generaciones que crecen con la conciencia de un peligro ínsito en el contacto físico y en el erotismo. Los efectos profundos del SIDA aún no son mensurables: el SIDA, que se propagó a mediados de los años ochenta, afectó psíquicamente a una generación que ya se había formado, modificando sus horizontes existenciales y sus comportamientos culturales, sin poder actuar en la profundidad de las expectativas, en el imaginario deseante. En las generaciones que se ha ido formando posteriormente, en cambio, el SIDA aparece como un elemento dado, adquirido, como una presencia mortífera que connota la corporeidad, la sexualidad, el contacto como peligro y sugiere sustituir el contacto carnal por la infoestimulación.



http://www.vinculo-a.net/central.htm

Economías Afectivas

por Juan Martín Prada


Vida y biopolítica

No resulta ya exagerada la afirmación de que nos hallamos en el “siglo biológico”, a juzgar por el intenso desarrollo y la dimensión de los logros acontecidos durante las últimos años en algunas de las ciencias de la vida, como la Genómica y la Biotecnología. Sin embargo, no olvidemos que el cada vez más eficaz conocimiento de los procesos biológicos o de las determinaciones genéticas de la vida y de sus mecanismos de funcionamiento constituye sólo una pequeña parte de la actuación biopolítica, cuya verdadera capacidad de regulación es mucho más amplia, abarcando la totalidad de los procesos vitales que conforman, en último término, la producción colectiva de subjetividad. Pues entre las claves de lo biopolítico no prevalece ya la capacidad para mejorar o transformar los cuerpos o las condiciones biológicas de una vida, sino, ante todo, la producción y reproducción de formas de vivir.

Por ello, el permanente cuestionamiento de los límites de lo natural y de la ética humana en relación a manipulación genética o el hecho de que las industrias científicas orientadas a estas áreas de trabajo sean el ámbito más probable para el acontecer de las futuras revoluciones del capitalismo[1] conforma aún tan sólo un mínimo conjunto de problemas dentro de la complejísima serie de prácticas biopolíticas mediante las que todo ejercicio de poder se integra con las lógicas de la vitalidad (y de las que ya sería indistinguible).

De forma que parece inevitable dar por válida la afirmación de Giorgio Agamben de que el concepto de vida debe constituir el objeto de la filosofía que viene[2]. Ciertamente, salta a la vista que se ha alcanzado, en las sociedades más industrializadas, la fase plena de consolidación de ese proceso en el que la zoé (vida natural) iría progresivamente fusionándose con el campo de lo político (aunque es más que probable que este proceso haya acontecido, en realidad, a la inversa). También el diagnóstico planteado por Michel Foucault en los años setenta en torno al concepto de biopoder es hoy ya una obviedad. Es evidente que el poder se ha hecho cargo intensamente de la vida, se ejerce en el nivel de la vida, perdiendo casi toda su autonomía y trascendencia, aquella exterioridad con la que contaba respecto a su campo de aplicación, actuando ahora desde dentro de la vida, regulándola desde su interior, formando parte integral de ella. Y si el poder no se ejerce sobre los individuos, sino que más bien éste circula por ellos (todos de forma más o menos consciente lo hacemos circular) parece lógico que los dispositivos del ejercicio de poder más eficaces no puedan ser ahora unilaterales ni permanentes, sino participativos, adaptativos y reversibles.

Así, más que a través del ejercicio de la tradicional soberanía política, el poder actúa produciendo y extendiendo formas de vivir, formas de disfrutar y de experimentar la vida. Con lo que por biopoder debemos entender mucho más que el poder sobre los cuerpos, mucho más que las tecnologías para controlar la vida biológica o física de la población. En definitiva, casi toda la política hoy es ya biopolítica, pues prácticamente todas las estrategias políticas y económicas se centran ya en la vida y lo viviente (y no sólo referido este término a lo biológico, sino a lo más ampliamente vital)[3].

Producción y afectividad

A lo largo de la historia reciente de las prácticas industriales y comerciales la afectividad ha actuado generalmente como un lenguaje o como un medio que incita a una cierta predisposición positiva en el interlocutor, como cuando un vendedor saluda sonriendo afectuosamente a un nuevo cliente (de hecho, muchas de las expresiones afectivas a menudo son motivadas social y no emocionalmente). Sin embargo, el progresivo reconocimiento de la relación entre afectividad y efectividad empresarial hizo que, poco a poco, valores como la atención personalizada, la cercanía y la proximidad al consumidor o usuario se convirtiesen en algunos de los principios esenciales de la actuación de las empresas. Hacer que aquél se sienta valorado, que note que la empresa aprecia su interés por un determinado producto o servicio y lo considere importante, suscitar en él suficientes expectativas de que va a recibir un trato personalizado, o incluso de que va a ser amigo y no sólo cliente (como es frecuente que se ofrezca en la publicidad de los servicios bancarios, por ejemplo), forman parte de las prácticas de ese emergente “marketing emocional” que señalaría como estrategia prioritaria el “cautivar el corazón del cliente”[4 ].

No puede resultar extraño, por tanto, que en una sociedad en la que gran parte de los bienes consumidos son servicios con una duración en el tiempo (servicios de telefonía, conexión a internet, etc.) conseguir la fidelización del usuario dependa en muchas ocasiones más del establecimiento de ese conjunto de relaciones de aprecio y atención que aquél busca que de la propia calidad o de la valoración comparativa del coste del servicio ofrecido. Una humanización de los sistemas de producción y gestión empresarial que, sin embargo, muy frecuentemente sólo existe de forma virtual en sus eslóganes y spots publicitarios, basados en sentencias del tipo “queremos conocerle” o “lo más importante es estar cerca de ti”. Pues se muestra casi inevitable que la creciente automatización informática de los procesos productivos y de gestión de las empresas sólo sea capaz de generar meros efectos de cercanía, simulaciones afectivas de trato con el usuario, quien no dejará de quejarse de la falta de contacto con personas “de carne y hueso” a la hora de contratar servicios, solucionar dudas o presentar reclamaciones.

Por lo que para aminorar las negativas consecuencias de estas situaciones se ha producido la inmensa proliferación de todo un sector de trabajadores para la tele-asistencia, generalmente sometido a horarios intempestivos, escasamente remunerado, conformado en su mayoría por jóvenes y especialmente por mujeres, a quienes los departamentos de recursos humanos de las empresas suelen considerar más adecuadas para esta función de atención paciente a los usuarios y clientes, para la tramitación amable de sus quejas y sus indignaciones. Lo que nos recuerda la persistencia del efecto pernicioso del desprestigio del trabajo afectivo a lo largo de la historia de la humanidad y de su asignación al ámbito de lo femenino, de la incompatibilidad presupuesta a lo largo de siglos entre afecto y control. Es de destacar en este sentido que la vinculación tradicional de la mujer con lo emocional y afectivo, acotado en el íntimo espacio del hogar y restringido al cuidado amoroso de la familia, se ha opuesto siempre a la frialdad presupuesta en el hombre en sus relaciones y vínculos profesionales. Una distinción sobre la que se ha sostenido una activa práctica discriminadora respecto a la mujer que la situó fuera de los ámbitos organizativos y “fríos” del trabajo masculino y lejos, por tanto, del ejercicio de poder o de responsabilidad tanto pública como empresarial. Una separación alimentada, en el fondo, por una paradoja ancestral: la dedicación al cuidado de los niños y de la familia por parte de las madres se consideró siempre adscrita a las formas del trabajo voluntario (y por ello nunca ha sido remunerado) pero sin tener en cuenta que generalmente es ocasionado por una situación involuntaria o incluso forzosa (es decir, tener hijos o no poder trabajar fuera del hogar). Paradoja a la que se unen hoy otras muchas, entre las que destaca primordialmente la que se deriva del hecho de que, a pesar de que las nuevas industrias han llevado las prácticas del trabajo afectivo fuera del ámbito reproductivo y familiar para hacerlo funcionar ahora como motor de la producción (lo que algunos han denominado una cierta “feminización del trabajo”), esto no haya supuesto una mayor valoración económica, en general, de las actividades de trabajo afectivo más habituales en todos los campos de producción industrial de hoy en día.

Por supuesto, es posible que en un futuro cercano dejemos ya de considerar la afectividad sólo como un valor añadido al trabajo o como un medio para facilitarlo. Será el momento en el que la clave de los nuevos procesos de producción ya no consistirá sólo en que el cuidado y la atención del individuo adopte una lógica de mercado. Quizá entonces se darán las circunstancias adecuadas para que se produzca el auténtico descubrimiento de la inmensa fuerza productiva de los afectos y de las emociones, lo que hará que la afectividad sea considerada como trabajo en sí misma, exigiéndonos un replanteamiento integral de la afectividad dentro de las formas futuras de la producción biopolítica. Está claro que el primer paso hacia esa situación ya se ha dado, y es la anteriormente mencionada disolución de la vieja incompatibilidad entre trabajo y afecto, en virtud de la cual la afectividad se ve liberada definitivamente de su antiguo y restrictivo encierro en los contextos de lo íntimo y lo familiar, y va convirtiéndose, poco a poco, en el auténtico objeto de producción de las nuevas industrias, diseñadas, cada día más, para producir nuevas formas de vida y de subjetividad.

Y en este conjunto de múltiples dinámicas interrelacionadas, la presencia del cuerpo, ya sometido desde hace décadas a la inmensa proliferación de sus imágenes al servicio de la moda, la cosmética, la dietética o las industrias de la salud en general, se ve sumamente intensificada en otras múltiples vías a consecuencia del emergente interés en la gestión de su química emotiva. La emoción, entendida como esa alteración del cuerpo ligada a un determinado estado afectivo o de ánimo es un punto privilegiado de la nueva dinámica económica, que invierte grandes esfuerzos en propiciar su experiencia intensificada en múltiples formas[5 ]. Precisamente para la gestión de los afectos y del envolvimiento emocional en campos específicos concurren a cada momento todo un sin fin de narraciones y representaciones. Por ejemplo, los programas del corazón o las telenovelas, dos de los más importantes filones de las industrias televisivas, nos demuestran la intensidad de ese placer que parece derivarse del experimentar relaciones afectivas a través de las de los otros (quizá por la capacidad compensatoria de este proceso) haciéndose patente el inmenso poder de la tendencia a la simplificación más extrema de la afectividad (los reality shows tipo Gran hermano, son buenos ejemplos de la dinámica reductora de la complejidad afectiva, llevando a su punto máximo la polaridad afecto-desafecto, centrando precisamente en la expresión de ésta respecto a los concursantes la única y posible participación del público: votar a favor de alguien / votar en contra de alguien).

Por otra parte, el paradigma biopolítico va imponiendo a marchas forzadas la consideración de los seres humanos más como seres poseedores de una vida de la que gozar y disfrutar que como sujetos políticos (o como sujetos políticos en tanto que son poseedores de aquélla) lo que conlleva que el contexto de las sociedades de más elevado consumo no sea ya propicio para la tecnología disciplinaria, ni siquiera ya para aquel polo del biopoder que Foucault veía centrado en una “anatomopolítica” del cuerpo humano, basado en la pretensión de conseguir su mejor adaptación posible al sistema de producción a fin de que fuese capaz de producir más y mejor.

Hoy el individuo, en tanto que cuerpo viviente, empieza a ser considerado como riqueza en sí mismo, incluso cuando permanece laboralmente inactivo. Por ejemplo, el que pasea por cualquiera de los macrocentros de ocio y tiempo libre que proliferan en las periferias de nuestras ciudades colabora activamente, tan sólo con sus expectativas de pasarlo bien, en la producción de un “territorio afectivo”, un entorno de relajación colectiva y de receptividad a la diversión prediseñada, un espacio donde él mismo y otros muchos se sentirán a gusto, haciéndose posible la puesta en marcha de todos los complejos sistemas de consumo y filiación de las cada vez más poderosas “industrias de la conciencia”. Pues el valor productivo de los sujetos no está situado ya sólo en su potencial como fuerza de producción como trabajadores, sino en su condición de poseedores de una vida que desea entretenimiento, disfrute, satisfacción. De ahí que se haya afirmado en ya tantas ocasiones que hoy la vida misma “trabaja”).

Desde luego, la nueva economía biopolítica trata primordialmente de conseguir extraer un excedente de la vida, un beneficio empresarial obtenible en ella y a partir de ella, con una estructuración territorial global y biopolítica liderada por grandes empresas multinacionales, productoras y exportadoras, ante todo, de formas específicas de vivir y disfrutar. La dominación así se va haciendo difusa, inmanente al cuerpo social, hallándose definitivamente interiorizada en él. Sociedad y poder establecen ahora una relación integrada y cualitativa. El individuo sirve y se sirve, a su vez, de una economía basada en el deseo, la afectividad y el placer, incluso en el gozoso desaparecer inducido por las industrias del entretenimiento. De manera que en el contexto de las sociedades más desarrolladas tecnológicamente el poder económico no pretende seguir fundamentando todos sus privilegios en la explotación de los sujetos como fuerza de trabajo sino en la cada vez más lucrativa regulación de sus formas de vida y de sus dinámicas vitales e interacciones personales y afectivas, de sus emociones, de sus hábitos de consumo y satisfacción.

Es decir, que en el contexto actual el concepto de producción (ligado históricamente al de mercancía) está siendo continuamente ampliado, pues las nuevas industrias, cada vez más volcadas en el placer y el entretenimiento, así como en la producción informatizada de bienes “inmateriales” y de la información, lo que producen en realidad son contextos de interpretación y valoración, formas de identificación y filiación, comportamiento interpersonal e interacción humana, es decir, que en su empeño está, sobre todo, la producción de sociabilidad en sí misma. Siendo éste su objetivo, parece apenas discutible la afirmación de Michael Hardt de que la forma hegemónica de producción económica es la definida por una “síntesis de cibernética y afectividad”[6], así como su visión del contexto biopolítico como “el campo de relaciones productivas entre afectividad y valor”[7].

Tecnologías afectivas

La naturaleza de los mecanismos de producción de subjetividad colectiva son ya hoy intrínsecamente afectivos. En cierta forma, la más importante materia prima con la que trabajará en el futuro inmediato el llamado nuevo “obrero social”[8] será la afectividad, siendo ésta ya uno de los principales motores de la producción biopolítica (no equivocadamente hay quien ha definido el afecto como “subjetividad productiva”)[9]. Esto explicaría porqué los productos más exitosos de las nuevas industrias son los caracterizados por la necesaria flexibilidad y capacidad de adaptación a cada usuario, a sus gustos o necesidades particulares (como las posibilidades de “personalización” de los productos informáticos) y, sobre todo, las tecnologías de la comunicación interpersonal, diseñadas específicamente para la explotación del campo de las emociones y de las interacciones afectivas. De todas las existentes hoy, la telefonía móvil y los chats de internet lideran la producción de sentimientos relacionados con el bienestar de la compañía y la proximidad, los estados de cercanía y la evidencia continua de la afectividad interpersonal, ofreciendo la mejor de las representaciones tecnológicas de esta nueva fusión que hoy se da entre comunicación y afecto. Así pues, la naturaleza eminentemente afectiva de la comunicación parece reconocerse ya plenamente en todas las interacciones humanas, intensificada gracias a la proliferación de estas nuevas tecnologías que bien podríamos denominar como “tecnologías afectivas”, responsables de una adictiva mediación técnica de la afectividad que permite la multiplicación intensiva del (ya hoy continuo) intercambio de su necesidad.

A este respecto resulta muy descriptivo que el inmenso crecimiento de llamadas entre móviles o de mensajes SMS durante los últimos años sea estadísticamente proporcional a su insignificancia informativa más allá de su carácter fundamentalmente afectivo. Algo similar a lo que sucede con las interacciones comunicativas en los chats de internet, en las que las representaciones visuales de emociones y expresiones diversas mediante los llamados “emoticones” o por medio de innumerables interjecciones de entusiasmo o desagrado parecen más bien tanteos en torno a lo que Daniel N. Stern denominaba “interafectividad”, esa correspondencia entre el estado emocional tal como lo siente un individuo en su interior y como se observa “en” o “dentro de” otro[10].

Afectividad y sociabilidad

Y si la afectividad como concepto asume hoy una extrema importancia es también porque cada vez aumentan sus más negativos síntomas como la depresión y la angustia. De hecho, es posible que gran parte de la ansiedad contemporánea pueda ser descrita como afectividad flotante, como insatisfecha pero energética disponibilidad a afectar y ser afectado emocionalmente por el entorno (no olvidemos aquella definición del ser humano como “afectividad pura”[11] ligada a la supeditación de la ontología a la fenomenología).

Y si por una parte las tecnologías de la comunicación pueden, en efecto, incrementar o hacer posibles nuevas interacciones afectivas, no es menos cierto que también son potenciales medios para el aislamiento, a consecuencia de la adictiva protección que proporciona el distanciamiento corporal, la distancia técnica y telemática entre los cuerpos que interactúan en una más que frecuente virtualización (entendida como descorporización) de la afectividad. Con lo que tiene mucho que ver la reclusión y el creciente aislamiento de un altísimo numero de adolescentes y jóvenes, cuya más dramática representación estaría en los adolescentes que sufren el síndrome del Hikikomori: encerrados en sus habitaciones tras algún tipo de fracaso escolar o afectivo evitan mantener apenas relación alguna con sus familiares o amistades, ocultándose de cualquier contacto personal, entregando su tiempo a ver la televisión o a jugar con la consola de videojuegos. Síndrome que se produce no sólo porque las sociedades tecnológicamente más avanzadas sean cada vez más incompetentes para solucionar problemas de índole afectiva (mayormente por haber priorizado hasta el límite la competitividad y el reconocimiento del éxito) sino también porque las tecnologías domésticas del entretenimiento hacen posible al deprimido un abandonarse activo, un encierro estimulado. Lo que ofrecen estas tecnologías del entretenimiento es un conjunto de actividades que, a pesar de exigir altas dosis de concentración y energía -como la requerida por la trepidante acción de los videojuegos- el individuo ni se expone ni se arriesga afectivamente. En este encierro todo es desactivable, temporal, inocuo en relación a cualquier responsabilidad afectiva. Nada puede hacerle daño porque no hay nada ni nadie “real” en juego.

Incluso se podría hablar de una importante transformación provocada por la dinámica temporal a la que induce la sociedad de los medios y sobre todo sus tecnologías del entretenimiento. Seguramente sea posible afirmar que la experiencia del tiempo que imponen estas tecnologías es más relevante en la obstaculización de las interacciones afectivas que el peso ejercido por sus contenidos, basados fundamentalmente en la práctica e identificación de la violencia con la diversión. El predominio del impulso reflejo, quizá más dependiente de la rapidez con la que se produce que de su precisión es, en demasiadas ocasiones, lo único que hace que la partida en el videojuego pueda continuar. Y si con cada vez más frecuencia se convierte en hábito esta experiencia, en la que sólo se responde al aquí y al ahora, en su instantaneidad e inmediatez, no es posible dejar de considerar a esta situación como una dificultad más para la apertura a la vivencia de la interacción afectiva. Porque, no lo dudemos, el afecto exige tiempo, evidencia la capacidad constructiva de éste frente a un sistema basado en la consigna del “no hay tiempo que perder”. Quizá, incluso, el afecto pueda definirse como biografía compartida, ya sea con personas u otros seres, incluso con lugares o entornos, como memoria de un tiempo acompañado (en la mayor parte de los videojuegos, por ejemplo, no hay compañía, como mucho hay acompañamiento en sus versiones multijugador on line).

La resistencia (afectiva)

No se perfila poco útil plantear el estudio de los sistemas del orden colectivo de una sociedad precisamente a través de los momentos en los que ésta se desordena moderada o momentáneamente, como en sus fiestas y en sus excesos, en su vida nocturna, o en la esfera siempre imprevisible de los afectos. La afectividad como eje de análisis e investigación social parece prometer, incluso, la resolución de muchos de los problemas de agotamiento suscitados en relación a algunos de los temas clave de la estética y la política de nuestro tiempo, como es, por ejemplo, el de la identidad, concepto cuyo estudio casi siempre se ha planteado en negativo, es decir, en su conflicto. Por el contrario, considerar la afectividad como eje metodológico de estudio nos obligaría a una aproximación al estudio de la identidad en positivo, en su funcionar gozoso. Pues no lo dudemos, con cada vez más frecuencia se piensa social y políticamente más desde el corazón que desde el tradicional ejercicio de la crítica, una y otra vez neutralizada por las instituciones y organismos de la acción política y el gobierno.

Y es precisamente en la aprehensión emotiva de las relaciones sociales así como en la regulación de las percepciones (no debemos olvidar que la afectividad es un elemento esencial en la percepción, según manifestara en tantas ocasiones Bergson) donde se le presupone a las nuevas industrias culturales y del entretenimiento tanto su mayor capacidad transformativa de lo social como su más importante potencial lucrativo. Y no es casual que éstos sean exactamente los mismos elementos donde algunas de las prácticas artísticas más radicales de las vanguardias y neovanguardias, sobre todo aquellas basadas en la correspondencia o equiparación entre “arte y vida” (y por ello también “biopolíticas” en el más pleno sentido de este término) centraban la posibilidad de una actuación crítica y emancipadora en contra de las imposiciones de las “industrias de la conciencia”. Por tanto, podríamos afirmar que se estaría culminado en nuestros días la apropiación por parte de la producción biopolítica de algunos de los principios que se presentaban opuestos a los antiguos sistemas de dominación económica y política de hace unas décadas. Hoy, de forma contraria a los mecanismos que caracterizaron la producción industrial del pasado, los de la producción biopolítica actual no sólo se relacionan sino que coinciden plenamente con los basados en la expresión de diferencia y diversidad, libertad y singularidad (características de la moda juvenil, por ejemplo), ecología o solidaridad.

De esta forma, la puesta en marcha y globalización de determinadas formas de vida no se lleva a cabo desde la estructuración ideológica o valorativa (que aunque siga aún activa es escasamente eficaz) sino mediante la extensión de dinámicas y hábitos de actuación que se hacen especialmente intensos en aquellos ámbitos que, como la cultura del ocio y el entretenimiento, son indudablemente más útiles para extraer un excedente de la vida, al incidir en los aspectos más irrenunciables y permeables de ésta: las emociones, la afectividad, el goce, la alegría, la diversión, etc. De forma que se puede estar en contra de los intereses particulares y desigualdades que el sistema de producción actual conlleva, pero es casi inevitable la condescendencia más o menos involuntaria con las prácticas en las que todo el sistema biopolítico se hace cada vez más fuerte, por hallarse éstas, precisamente, confundidas con las de la propia vida.

Por ello, la posibilidad para una resistencia política eficaz, más que en la negatividad de la crítica parece residir en un operar desde dentro de la propia producción biopolítica, en una activa apropiación de ésta por parte de los sujetos. Un proceso sólo posible, desde luego, a partir del reconocimiento de los potenciales emancipadores inherentes a algunos de los principios que, como el afecto, la cooperación, el encuentro, la atención o el cuidado forman parte esencial de la dinámica productiva biopolítica. Hasta ahora, la capacidad de transformación social de estos principios había permanecido prácticamente dormida, inactiva, al ser mantenidos aquéllos en la superficialidad que exigía su inmediata utilidad y eficacia productiva. Reconocer en ellos una finalidad verdaderamente colectiva, social, es misión de la nueva resistencia, que debe hacer patente el potencial que contienen para la producción de comunidad y, más allá de ésta, para la generación de una activa puesta en marcha del principio de lo común.

Y es, probablemente, la expansiva potencia de “libertad y de apertura ontológica” que comporta el afecto la que más promete en esta misión. La afirmación de Toni Negri y Michael Hardt de que a la rebelión política le sustituiría un “proyecto de amor”, o la gráfica ejemplificación que plantean en su libro Imperio de la vida futura de la militancia política con la figura de San Francisco de Asís (aquel que identificara la riqueza verdadera “en la condición común de la multitud”) son seguramente dos de los ejemplos más explícitos que podemos mencionar dentro del innumerable conjunto de propuestas lanzadas en esta dirección por la teoría política más reciente. Por supuesto, para lograrlo es necesario, en primer lugar, que la comunicación deje de estar parasitada por la economía, pueda fluir, y para ello debe continuarse la creación de un sin fin de nuevos canales, de formas liberadas de contacto e interpretación colectiva, de libres tecnologías para el encuentro y la creación. Ya lo sabemos, esta teleología de lo común, concretada también en los iluminadores potenciales del “general intellect” es potencia de solidaridad, del intercambio y la cooperación, de un acontecer del sujeto a través de un activo estar con los otros, de un cierto disolverse el ser en el lenguaje, en la comunicación, la participación y la creatividad colectiva y compartida, movido todo, cómo no, por el disfrute y la alegría propios de una radical (y afectiva, por supuesto) apertura a la diversidad.




Notas:




[1] Véase Maurizzio Lazzarato, Les Révolutions du Capitalisme. Empêcheurs de Penser en Rond, Paris, 2004.
[2] Véase G. Agamben, Potentialities: Collected Essays in Philosophy, Stanford University Press, 1999.
[3] En ningún caso, sin embargo, debe olvidarse que la vieja tecnología disciplinaria surgida a finales del siglo XVII sigue estando activa, soterrada en la biopolítica. Por ejemplo, en los acontecimientos internacionales de los últimos años, sobre todo en los derivados de la llamada lucha contra el terrorismo internacional, el derecho de muerte, la amenaza sobre la vida del individuo propia de los regímenes tradicionales de soberanía sigue conviviendo hoy, casi paradójicamente, con la más intensa de las orientaciones a ocuparse de la vida y a la regulación productiva de sus procesos que caracteriza a los sistemas políticos de los países más avanzados económica e industrialmente (y que son los que, paradójicamente, lideran esta contradicción).
[4] Véase Brian Clegg, Cautive el corazón de los clientes y deje que la competencia persiga sus bolsillos, Pearson Alhambra, Madrid, 2001.
[5] En los repertorios ofrecidos por los nuevos mercados de la emoción son experiencias vitales los más relevantes bienes a consumir. Podríamos hablar, pues, de una cierta mercantilización de las propias experiencias de vida, así como sus más adecuados contextos, a través de un innumerable conjunto de sistemas que actúan en un amplísimo espectro de acción, desde la química de la vitalidad de las bebidas energéticas o de las nuevas drogas de diseño a la cultura del ocio, o a los métodos de relajación y el anti-stress
[6] Michael Hardt, “Trabajo afectivo” (texto incluido en este mismo catálogo).
[7] Ibíd.
[8] Según Toni Negri, el “obrero social” es el que habría sustituido al obrero “profesional” y al “obrero masa” del pasado, “el obrero social es el productor, productor, antes que de toda mercancía, de su propia cooperación social” en “Ocho tesis preliminares para una teoría del poder constituyente”, Revista de Crítica y Debate Contrarios, Abril, 1989.
[9] Véase Toni Negri, “Valor y afecto”, en
[10] Véase D. N. Stern, El mundo interpersonal del infante. Ed. Paidós. Barcelona, 1991.
[11] Recordemos que Spinoza ya había identificado la vida con la afectividad. Será sin embargo Michel Henry el que defina al sujeto como “la aparición del aparecer”, “afectividad pura” en su Phénoménologie de la vie, PUF, Paris, 2004.


http://www.vinculo-a.net/central.htm